El último portaaviones de Brasil yace en el fondo del mar tras una odisea alucinante que ha durado seis meses e incluye haber cruzado el Atlántico de ida y vuelta a remolque. Unos 15.000 kilómetros recorrió un navío que se puede resumir en cifras: 265 metros de eslora, 33.000 toneladas de peso y capacidad para transportar 40 aeronaves. Vigilado por una fragata, estaba mar adentro en línea recta frente a Recife (Pernambuco). El mayor buque de la flota brasileña era pura chatarra. Una bomba ambiental con toneladas de amianto y otros componentes tóxicos. Deshacerse de lo que quedaba del portaaviones São Paulo —el casco, la sala de máquinas…— ha sido una auténtica pesadilla para la Marina brasileña. Este viernes por la tarde lo hundió a 350 kilómetros mar adentro, en una zona de más de 5.000 metros de profundidad. Submarinistas militares colocaron los explosivos con los que fue volado en aguas brasileñas, en el linde con aguas internacionales.
El buque no podía fondear ya; estaba tan deteriorado que se hundiría. A duras penas se mantenía a flote tras medio año sin encontrar un puerto que lo aceptara para el desguace. El casco “está preparado para recibir las cargas explosivas”, explicaba al teléfono desde Pernambuco horas antes el periodista especializado en asuntos de Defensa Valter Andrade, parte de una red que sigue el minuto a minuto de la crisis. Al veterano fotoperiodista le preocupaba sobre todo la sala de máquinas, que concentra los elementos tóxicos. Los efectos de la voladura controlada pueden ser devastadores para el medio ambiente, advertían los críticos. “Podría ser un mini Chernóbil”, decía Andrade. Ya por la noche, calificaba el hundimiento de “irresponsabilidad”.
La ONG Basel Action Network llegó a apelar al presidente Luiz Inácio Lula da Silva, que no contestó. Su primer mes en el poder ha sido agitadísimo, con un ataque golpista y la destitución fulminante del jefe del Ejercito. Y ahora, el portaviones, el mayor y último de su flota.
“Instamos al presidente Lula, como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, a parar inmediatamente este plan de hundimiento”, decía en una nota Jim Puckett, director de esta ONG dedicada a vigilar el transporte de materiales tóxicos. “Si la Marina arroja este buque tan tóxico a las profundidades salvajes del océano Atlantico, violará tres tratados medioambientales”.
Que requiriera una tripulación de casi dos mil marineros da idea del tamaño de la mole. El caso del São Paulo pone el foco en la complejidad de reciclar los buques de guerra o cualquier navío de gran envergadura. Y muestra que, en ocasiones, lo barato sale caro.
Pero volvamos al comienzo. Este es un navío de segunda mano que Brasil le compró a Francia en 2000. Botado en 1959 con el nombre de Foch, estaba a muy buen precio. Las peripecias actuales sorprenden menos a los que sabían que tenía un navío gemelo, el Clemenceau, de la Marina francesa, que también tuvo un final errante por varios países a causa del amianto. Acabó en un astillero británico.
El camino del brasileño hacia el desguace empezó a torcerse de verdad en agosto pasado. La empresa turca Sök Denizcilik lo había comprado por dos millones de dólares (1,9 millones de euros) con el plan de despiezarlo en un astillero su país. Tirado por un remolcador, el portaaviones puso rumbo al Este hasta que, a punto de enfilar el estrecho de Gibraltar y al calor de una campaña de ambientalistas, llegó la decisión que cambiaría su destino final. Turquía retiraba el permiso de atraque tras ser alertada por Basel Action Network y otras ONG que vigilan que los navíos sean eliminados de manera sostenible. La primera estima que llevaba 300 toneladas de materiales peligrosos.
“El momento más sorprendente para mí fue cuando vi que el portaviones daba la vuelta y regresaba a Brasil”, confiesa otro periodista, Jorge de Souza, que narra la odisea al detalle en su columna Histórias do Mar, en UOL. “Las fuentes me decían que podía volver pero yo sabía que era una operación compleja y carísima”. Leyes y contratos regulan el final de la vida de estas embarcaciones.
Tras la venta a la empresa turca, el São Paulo fue sometido a una inspección parcial que detectó casi diez toneladas de amianto en la estructura. “Ochenta veces menos de las que tenía su buque gemelo”, apunta De Souza. Varias ONG ambientales organizaron una campaña para que Turquía le negara la entrada. Y así fue. La noticia le pilló a las puertas de Gibraltar. En cumplimiento de la ley, emprendió el regreso a Brasil.
Durante los tres meses siguientes, sus dueños lo tuvieron navegando en círculos frente al puerto de Suape (Pernambuco, el estado natal de Lula, por cierto) a la espera de que la Marina autorizara el atraque. Jamás llegó el permiso. Sök Denizcilik acabó gastando un dineral imprevisto. Y se hartó. Dejó de pagar al remolcador, el seguro y se desentendió del portaaviones.
La Marina acudió al rescate hace dos semanas y asumió de nuevo el control de la embarcación, recalcando que la empresa propietaria no queda exenta de responsabilidad. Arrastrado por un remolcador militar y vigilado de cerca por la fragata União, fue llevado a alta mar. Mientras, las autoridades buscaban una solución a este delirante quebradero de cabeza protagonizado por un barco que años atrás sufrió una explosión que mató a tres marineros.
La mole es un peligro ambiental y un riesgo para otros barcos que circulan por la zona. Los últimos días han sido frenéticos. El Ministerio de Defensa sostenía que no había alternativa viable a la voladura controlada mientras la agencia de vigilancia ambiental, Ibama, apuntaba que esa decisión iba contra los dictámenes de sus técnicos y pedía a los militares información para “evaluar alternativas para mitigar, reparar y salvaguardar el medio ambiente tras el eventual naufragio”.
También Emerson Miura sigue minuto a minuto la crisis. Incluso intentó pujar por el buque porque su sueño era amarrar el São Paulo para convertirlo en un museo, como hacen en Estado Unidos, remacha. El plan perseguido durante años junto a su esposa, ya fallecida, era preservar un patrimonio histórico y reescribir la historia del portaaviones. O, como dice este antiguo soldado de aviación que dirige el Instituto Sao Paulo/Foch, era “salvar la reputación de la Marina”. Quería abrirlo a visitas, convertirlo en atractivo turístico y polo de desarrollo económico.
El desgraciado final del navío casa con una carrera que resultó bastante inútil para la Marina brasileña. “En sus 17 años de servicio no llegó a navegar ni un año. Sufrió múltiples problemas porque estaba obsoleto. Fue casi una donación de Francia. Ya entonces pactaron cómo sería la destrucción, en un astillero certificado, etcétera… Creo que en la Marina respiraron aliviados cuando lo vendieron”, dice el periodista De Souza. Los conocedores del precedente del buque gemelo quizá tocaron madera.
Estos últimos días, un pequeño avión sobrevolaba cada mañana y cada tarde el portaaviones para inspeccionarlo, revela el fotoperiodista Andrade. Tenía también la misión de filmar la explosión y cómo el mar se tragaba el último portaaviones de Brasil. La Marina ha informado del hundimiento en la nota en la que “rinde legítima reverencia al exbuque aeródromo São Paulo”.
El País