El acceso a los libros para toda la población es una de las intenciones que se ha propuesto Atenas, Capital Mundial del Libro 2018, durante el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor, celebración instaurada por la UNESCO, en 1995. No obstante, al realizar un recorrido histórico por la evolución del objeto, es notorio que la preocupación por ampliar su difusión se ha mantenido desde hace más de cinco siglos.
La BUAP, cuyas raíces se remontan a la segunda mitad del siglo XVI, conserva a través de la Biblioteca Histórica José María Lafragua uno de los manuscritos más antiguos de los que se tiene registro en el país. De acuerdo con su directora, Mercedes Isabel Salomón Salazar, el libro de horas resguardado está compuesto por 492 fojas de vitela –un material hecho con piel de becerro- y pigmentos como lapislázuli y oro. Esta clase de textos fungían como un registro de los rezos que una persona debía realizar.
Se sospecha que fue un manuscrito caro para su momento, debido a su elaboración; por otra parte, respecto a su origen, la especialista señala que Leornardo Magionami, académico de la Universidad de Siena, tiene una investigación en curso que sitúa al texto en la zona británica de aproximadamente 1353. Esta hipótesis, relata, se sustenta en la relación que guarda el calendario contenido en el volumen con los ciclos lunares que determinaron la semana santa en dicho año.
Fue décadas después que la invención de la imprenta, en el siglo XV, agilizó la producción de libros en toda Europa. Los volúmenes que surgieron a partir de entonces y hasta 1500 son llamados “incunables” de forma arbitraria, debido a las características formales que los distingue como los primeros libros impresos. Sin embargo, Salazar Salomón, Máster en Conservación y Restauración de Bienes Muebles por el Istituto per l’Arte e il Restauro Palazzo Spinelli, ubicado en Florencia, Italia, señala que esta clasificación no es tajante, ya que el desarrollo de la imprenta ocurrió a velocidades diferentes en función de su localización.
A pesar de la llegada de los tipos móviles, algunos incunables aún cuentan con apartados iluminados a mano, lo cual implicaba un costo mayor. De igual forma, debido a que el libro era vendido en hojas sueltas, la capacidad adquisitiva del propietario se vislumbraba en el material de encuadernación que adquiriera, la cual podría ir desde el pergamino hasta la piel y la pedrería.
Además del impacto en la maquila de libros, la llegada de la imprenta diversificó los hábitos de lectura en una etapa de la historia en la cual solo círculos sociales específicos estaba alfabetizados. “La imprenta va marcando nuevos procesos de acercamiento a la lectura”, señala Salomón Salazar. Así, refiere que se cree que, incluso en la etapa del virreinato en la Nueva España, no era habitual leer de forma individual, sino que la difusión del contenido de los libros se daba de forma oral: era una persona quien leía en voz alta a escuchas que eran analfabetas.
En este periodo, uno de los personajes que jugó un rol determinante fue Aldo Manuzio, impresor italiano que desarrolló dos formatos centrales para la constitución del libro actual: el tamaño de bolsillo y las letras itálicas. El primero de ellos no solo sirvió para comodidad de los lectores, sino que abrió el camino para que los libros viajaran por todo el continente e incluso surcaran el Océano Atlántico. El segundo componente, las letras itálicas, nació como una vía para optimizar la producción: al tener una tipografía “inclinada”, era mayor la cantidad de texto que podía plasmarse en el folio, se reducía la cantidad de papel empleado y se obtenían libros a menor costo.
Debido a la masificación de ideas que propiciaron las nuevas técnicas editoriales, en los siglos XVI y XVII se comenzó a desarrollar un aparato de control para la publicación. Desde la perspectiva de las instituciones de poder –ya fueran eclesiásticas o gubernamentales-, la apertura de la imprenta daba pauta a que tanto “buenas” como “malas” ideas vieran la luz. Por ello, los libros comenzaron a incluir paratextos –textos que no pertenecen per se a la narrativa del manuscrito, pero que guardan relación con él- que incluían el permiso, aprobación, tasa, dedicatoria e incluso fe de erratas. De igual manera, se comenzó a formalizar la creación de portadas con un título específico, a diferencia de la época de los copistas.
Respecto al marco legal del libro, los derechos de autor, promulgados durante el siglo XVIII en Inglaterra, se sustentan en dos pilares: “el reconocimiento del autor como propietario de la obra y el derecho que tenemos los lectores para consultarla”, señala Ricardo Villegas Tovar, coordinador de Producción Científica y Visibilidad Internacional, de la Vicerrectoría de Investigación y Estudios de Posgrado. A partir de entonces, se han creado legislaciones internacionales, como el Convenio de Berna, que han regulado la difusión de información –ya no solo contenida en los libros- frente a fenómenos como el plagio y la explotación de la obra por personas distintas al autor.
La carrera por hacer cada vez más accesible a toda la población el conocimiento mediante libros alcanzó acciones que, a la larga, restringen los objetivos iniciales. Salomón Salazar sostiene entre sus manos un libro datado en la segunda mitad del siglo XX y lo compara con un volumen de hace más de cuatro siglos: dejando a un lado las diferencias de contenido y tamaño, el papel del volumen más reciente tiene un marcado deterioro en comparación con el libro de flora peruviana que resguarda la Biblioteca Lafragua.
La intención de hacer más baratos los libros queda evidenciada en los volúmenes de finales del siglo XIX y todavía del siglo XX: papeles hechos con pulpa de madera, característicos por su fragilidad y fácil oxidación en lugares con humedad; adhesivos de baja calidad, expuestos al daño ante cambios de temperatura y que con facilidad pueden desprenderse. Tras mostrar la morfología del libro, la experta evidencia un estante donde se resguardan libros que han tenido que ser empastados nuevamente debido a la baja calidad de su confección original.
Tras el breve recorrido por la historia del libro, Mercedes Isabel Salomón Salazar relata las acciones que se han puesto en marcha para conservar el patrimonio de la Biblioteca, como la digitalización de obras específicas. Ahora, ante el rol preponderante de los soportes digitales como difusores de información, ¿cuál es el siguiente peldaño en la evolución del libro? Villegas Tovar comparte su perspectiva:
“Son varios los esfuerzos por digitalizar y distribuir los contenidos de libros académicos o de ciencia ficción, pero se pierden en la ausencia de un sistema que unifique toda la oferta en una sola plataforma. En palabras de Edna Rubio Molina, exdirectora de la Biblioteca del Banco Central de Colombia, ‘probablemente veamos en el futuro un Spotify de la ciencia, donde el cliente a cambio de una renta fija pueda acceder indiscriminadamente a todos los contenidos académicos, no solo de libros, sino de revistas especializadas’.
Sería como un sueño poder consultar únicamente los capítulos de los libros que te interesan sin necesidad de comprar todo el libro o tener legalmente cualquier artículo de cualquier revista especializada. Los beneficiarios no solo seríamos los lectores, sino los propios autores, quienes en este modelo ideal podrían recibir regalías directas por la consulta de sus obras”.