Octavio Paz escribió que, a diferencia de otras revoluciones del siglo XX, la mexicana fue “la explosión de una realidad histórica y psíquica oprimida […], un sacudimiento popular que mostró a la luz lo que estaba escondido”; ahora, producto de la historia, se conoce eso que dio origen a la guerra civil, pero también de los relatos basados en la imaginación.
Las formas en que ha sido repensada la Revolución, entre las décadas de 1930 y 1970, fueron abordadas por el director del Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec, Salvador Rueda Smithers, en la conferencia virtual Villa, Zapata y el gobierno de la Convención. Su rastro en la memoria, presentada por el secretario técnico del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), José Luis Perea González.
La ponencia se inscribe en el curso-taller “El villismo y su legado. Reflexiones históricas”, parte de las jornadas académicas que la Secretaría de Cultura del Gobierno de México, a través del INAH, ha organizado bajo el título “¡Viva Villa! 100 años después”, en las que participan la Dirección de Estudios Históricos y los centros INAH Chihuahua, Coahuila, Durango, Zacatecas y Sonora.
El historiador señaló que en la memoria se refugian los hechos del contexto y las circunstancias de la lucha revolucionaria, “de ahí el enorme peso simbólico de la historia de Villa y de Zapata, a veces tan lejos de su proporción humana, y también ahí el de la sombra de la Convención como gobierno fallido”, en contrapunto con el movimiento constitucionalista, liderado por Venustiano Carranza y Álvaro Obregón.
Dijo que, en primera instancia, la figura de Villa y de los revolucionarios fue reivindicada por la literatura, y después por el cine nacional, demostrando así los efectos que una sola vida puede generar en la consciencia colectiva.
Asimismo, recordó los fracasos experimentados por los convencionistas en 1915. Aun así, el 26 de octubre de ese año, expidieron su Ley Agraria, “ya letra de práctica política inútil con la reciente derrota militar del gobierno de la Convención. No habría reflujo, la disolución de la División del Norte, en diciembre de ese año, precedió a la inevitable dispersión convencionista”.
A la postre, estos sucesos cimentaron las políticas reformistas posteriores a 1917, y dibujaron la identidad revolucionaria formulada las dos décadas siguientes.
De manera que, “la génesis pragmática y legal de los gobiernos de Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas no estaba propiamente en el Plan de Ayala zapatista, aunque en el discurso apareciera junto con el nombre de Emiliano Zapata; sino en el intenso debate que involucró a los mejores intelectos revolucionarios, entre agosto de 1914 y enero de 1916, en la llamada Soberana Convención Revolucionaria”, anotó el historiador.
En 1931, nueve años después que Zapata fuera elevado a los altares de la patria, el camino de Villa por este sendero comenzaría con la publicación de Cartucho: Relatos de la lucha en el norte de México, de Nellie Campobello, y ¡Vámonos con Pancho Villa!, de Rafael F. Muñoz.
“La génesis de la práctica de la revolución, que el discurso oficialista pensó unívoca, tuvo una realidad partida, fragmentada. Además de las obras gráficas y pictóricas en murales y portadas de revistas y libros de texto, desde José Clemente Orozco a Diego Rivera, de Fernando Leal a Alfredo Ramos Martínez, o los grabadores del Taller de la Gráfica Popular, la literatura jugó su papel en la deriva de los héroes”, indicó el coautor de Zapata en Morelos.
Citó como ejemplo Memorias de Pancho Villa, de Martín Luis Guzmán, publicada en 1938, y la puesta en cine, dos años antes, de ¡Vámonos con Pancho Villa!, dirigida por Fernando de Fuentes y guion adaptado de Mauricio Magdaleno. El mismo De Fuentes había realizado El compadre Mendoza, en 1934, pero mirando al sur zapatista.
La batalla de Celaya, la cual definió, entre el 6 y 7 de abril de 1915, la victoria del ejército constitucionalista de Carranza, donde se enfrentaron las fuerzas de Obregón y Villa, fue retomada por Carlos Fuentes, en 1958, en La región más transparente, un solo pasaje que dibuja a un personaje, Federico Robles, cuyos perfiles obsesionaron al escritor en distintos relatos: “el del revolucionario valeroso, pero oportunista; el hombre sin conciencia y sin escrúpulos que aprovecharía lo que la contingencia política le ofreció después de la derrota convencionista”.
Por otra parte, las voces de los veteranos convencionistas, como Roque González Garza, el hombre de confianza del Centauro del Norte, serían escuchadas y delineadas por José C. Valadés, entre 1932 y 1933, recuperando episodios de las batallas del Bajío, que se traducirían en el desastre villista.
Rueda Smithers concluyó que “al hablar del desastre villista, publicado en pleno renacimiento de la fama del revolucionario norteño, obra de la literatura, la leyenda y el cine, se glorificó la tragedia. Pancho Villa sería un héroe eclipsado desde 1916 hasta su muerte en 1923, y luego de un largo crepúsculo, a mediados de los años 60, durante el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, su nombre se inscribió con letras de oro en el Congreso mexicano”.