En la concepción católica, los rituales funerarios son un medio para llevar el alma del difunto a la Gloria, pero estos tomaron un tinte particular durante el proceso de evangelización en la Nueva España, al conectar con la cosmovisión indígena, aún arraigada en muchos pueblos. Ejemplo de lo anterior son las representaciones pictóricas en retablos de parroquias del país, entre ellos, los de Tlaxcala.
En su reciente participación en el XXXIV Festival “La muerte tiene permiso”, el investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), Nazario Sánchez Mastranzo, citó el retablo barroco estípite del Templo de San Dionisio Yauhquemehcan, cuyos tres altares de ánimas, exponen justamente el sincretismo religioso, fusión que se hace presente en las celebraciones de Todos Santos y Fieles Difuntos, en las que se honra a la muerte de formas diversas.
En el virreinato, expuso el historiador del Centro INAH Tlaxcala, quien fue invitado por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Tlaxcala, se instituyó un proceso fúnebre que englobaba el tránsito por la enfermedad, la agonía, la muerte, el entierro y el duelo.
Este iniciaba con ayudar a bien morir y aplicar los sacramentos: la confesión, la comunión, ante el peligro de muerte, y el viático, es decir, la extremaunción, la aplicación de los santos óleos al difunto, además de la oportunidad –para los pudientes– de hacer un testamento, previo pago, que permitía ganar indulgencias o el perdón de pecados, invocando a la Santísima Trinidad.
El segundo paso hacía referencia al entierro oficio, ritual que se imponía a quienes vivían sus últimos días; una vez acaecida la muerte, el tercer momento implicaba la realización, de parte de los deudos, del novenario, los sufragios y las honras.
Los rituales mortuorios novohispanos, cuyos elementos han trascendido hasta hoy, no pueden comprenderse sin considerar las costumbres y tradiciones surgidas durante la Baja Edad Media, entre los siglos XIII y XIV, cuando la peste negra y otras epidemias asolaron Europa. La mortandad provocó que la muerte fuera experimentada como un ente enemigo.
Por ello, se elaboró una infinidad de ritos buscando proteger a los pueblos de la hecatombe, sin ver más que un final fatídico. En contraparte, en el Nuevo Mundo, la labor cristiana de las distintas órdenes religiosas buscó mantener el sentido de comunidad de los pueblos originarios, los cuales elaboraron su propia interpretación de lo predicado por frailes y clérigos.
“La liturgia y los ritos realizados eran traducidos del latín y adecuados a conveniencia, por lo cual crearon sus propias costumbres. Fue así que, en aquella época, expresiones artísticas adoptaron una figura imponente: la muerte como la gran emperatriz, por encima del Papa, de los obispos, incluso, de los reyes, y quedó plasmada en muchos de los lienzos que hoy conocemos como altares de ánimas”, indicó el doctor en Estudios Mesoamericanos.
Por último, Sánchez Mastranzo explicó que los altares de ánimas se componen de tres niveles: en el más alto, se encuentra la Iglesia triunfante, representada por los santos patronos del pueblo; al centro, la Iglesia militante, que refleja a los fieles que rezan por las almas de los difuntos; y, en el nivel inferior, está la Iglesia purgante, lugar al que se condenan suicidas, apóstatas y quienes atentan de forma violenta contra el prójimo.