No hay nada más subjetivo que la perfección. Pero, si había algo que consiguiera rozarla, eran las modelos de Victoria’s Secret y sus modelos. Esas mujeres vestidas (vestidas…) con microconjuntos de lencería llenos de encaje y brillo, imposibles para el 95% de la población, con sonrisas tan anchas como las alas que las escoltaban, eran parte del paisaje navideño desde hace un par de décadas. Ángeles, las llaman. Por las alas, quizá; o por ese carácter casi sobrenatural de sus insuperables 180 centímetros sobre las pasarelas.
Esa ilusión de perfección le ha acabado pasando factura a la marca de lencería. Y muy alta. Sus ventas caen (en 2018 perdió un 50% de su valor). Los espectadores de su desfile caen. Su popularidad cae. Al final, el descalabro ha llegado a esa pasarela tan popular como llena de imposibles. Como dejaba entrever la marca estadounidense hace un par de meses y como confirmaba el martes Shanina Shaik, una de sus modelos, por el momento no habrá más desfiles.
«Desgraciadamente, no va a celebrarse este año», explicaba la maniquí, de 28 años y que ha desfilado en cinco ocasiones para la marca, sobre el famoso evento. «Me siento rara, porque todos los años por estas fechas solía estar entrenando como un ángel». Un entrenamiento duro, en ocasiones extremo; de hecho, el desfile suele celebrarse en noviembre, por lo que Shaik estaría hablando de cuatro meses de preparación. Programas de desintoxicación, varias horas de ejercicio diario, dietas imposibles, eliminación de alcohol, azúcar, gluten, lácteos, hidratos de carbono… Todo en busca de esa excelencia inasequible.
Victoria’s Secret estaba condenada desde hace años. El cambio de paradigma, la llegada del MeToo, la inclusión y aceptación de todos los cuerpos, el empoderamiento femenino, el rechazo al exceso de retoque fotográfico, el auge de la belleza real, el consumo de ropa interior más prosaica… Todo ello ha dejado paso a la extrañeza y la incomodidad ante el show, expresados cada vez de forma más abierta a causa de esa perfección tan irreal que ha acabado con una firma que sí, vendía fantasía, pero con un tufo a pasado, incluso a vergüenza.
Intentaron arreglarlo. En 2016 Jasmine Tookes llevó su sujetador joya y en las fotos se veían sus estrías sin retocar. En 2018 desfiló Winnie Harlow, modelo con vitiligo. Nada servía. Si hace tres años el desfile fue visto por 6,6 millones de espectadores, hace dos, por menos de cinco. En la pasada edición, en 2018, apenas 3,3 millones vieron a los ángeles y sus melenas de tirabuzón. El peor dato de su historia desde que empezó a emitirse, en 1995. Ni siquiera volver a llevar el desfile a Nueva York, tras las intentonas de darle brillo en Londres y Shanghái, lograron la atracción del espectador.
El clamor popular no llegó hasta oídos de la marca, que nunca se mostró muy a favor del cambio. «¿Deberíamos incluir a modelos trans en el show? No, no lo creo», soltaba sin pudor el responsable de márketing de L Brands, la matriz de la misma, hace unos meses a la revista Vogue, «porque el show es una fantasía, un especial de entretenimiento de 42 minutos y es el único en su clase». Aseguraba que en el año 2000 se había tratado de incluir a modelos de talla grande «pero no le interesó a nadie, y todavía no les interesa». Tuvo que pedir disculpas públicas.
Ni los ángeles están de acuerdo. Gisele Bündchen, una de las supermodelos brasileñas más famosas de todos los tiempos, cuenta en sus memorias que se sentía insegura y «cada vez menos relajada» desfilando con tan poca ropa. Su compatriota Adriana Lima aseguró que no volvería a quitarse «la ropa por una causa vacía». «Estoy cansada de las imposiciones; nosotras, como mujeres, no deberíamos continuar viviendo en un mundo con tales valores superficiales. No es justo para nosotras, y más allá de la justicia, es insano física y mentalmente cómo la sociedad nos impone cómo debemos ser», explicaba hace unos meses. No son las únicas que cuelgan las alas de la imposible perfección.
Fuente: El País / María Porcel