La pintora y escultora Joy Laville, nacida en la Isla de Wright, Inglaterra, radicada aquí desde 1956 y nacionalizada mexicana en 1986, reconocida por sus cuadros de “sencillos escenarios, poblados por callados transeúntes o mudos personajes en reposo”, según el crítico de arte Jorge Alberto Manrique, falleció en Cuernavaca, tras sufrir un derrame cerebral hace unos momentos. Tenía 94 años.
Helene Joy Laville Perren, galardonada con el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2012, nació el 8 de septiembre de 1923 en ese condado inglés cuyo paisaje, se ha dicho, se ve reflejado en su pintura por medio de su paleta de colores pálidos y su referencia frecuente al mar.
Interesada en el arte desde temprana edad, sus estudios se vieron interrumpidos por el estallido de la Segunda Guerra Mundial. A los 21 años contrajo matrimonio con Kenneth Rowe, un artillero de la Fuerza Aérea Canadiense, con quien se fue a vivir a Canadá por nueve años, y padre de su único hijo Trevor Rowe.
Laville y Trevor se trasladaron en 1956 a México, específicamente a San Miguel de Allende donde se convirtió en pintora. “Empecé a pintar en serio en México, entonces soy una pintora mexicana”, expresó Laville entrevistada por La Jornada con motivo de la entrega de la Medalla Bellas Artes en 2012. Hace 52 años había recibido el Premio de Adquisición por el Palacio de Bellas Artes en la exposición Confrontación ‘66.
En esa ocasión la crítica de arte Lelia Driben, encargada del texto de presentación, hizo hincapié en la “total originalidad” de la obra de Laville, quien “no es deudora de nadie, de ningún otro pintor salvo una leve, levísima influencia de quien en una época temprana fue su maestro en México. Me refiero a Roger Von Gunten”. Pero, mientras éste último “superpone figuras, naturaleza y manchas, y está muy cerca de la abstracción, Joy, por el contrario, demuestra conocer muy bien la abstracción pero elige una figuración muy tenue, sobria, colmada de silencios”. Estudió en el Instituto Allende.
Laville conoció a Jorge Ibargüengoitia, quien fuera su esposo, en una librería donde ella trabajaba: “Ese fue el inicio de los 20 años más felices de su vida. Con él compartió viajes, lecturas, amigos, y como creadores mantuvieron siempre una actitud crítica en relación a la obra de arte”, escribió Beatriz Mackenzie en 1987 con motivo de una exposición de la pintora en el Instituto Cultural de Tabasco.
Tras algunos años de vivir juntos, la pareja se casó en 1973. En ocasión de una muestra en 1967 en la Galería de Arte Mexicano, Ibargüengoitia escribió: “Desde hace un año vivo con una mujer lila. Cuando abro los ojos, cada mañana, la veo en su postura habitual: está de pie, en medio de una habitación verde, junto a dos sillas disparejas y un foco eléctrico apagado; desnuda, con los brazos un poco echados hacia atrás, como esperando a que alguien le tome una fotografía. Por la ventana que está a su espalda se ve la noche de luna, o, mejor dicho, la luz de la luna que ilumina unos muros con enredaderas y un árbol. Entre el follaje del árbol hay una pequeña, misteriosa y brillante luz anaranjada.
“La otra ventana de la habitación da a otra noche, mucho más oscura. A veces, me acerco y busco a la mujer, y allí está siempre, esperando. Otras veces, busco la pequeña luz anaranjada que brilla entre el follaje del árbol; siempre la encuentro y siempre me da gusto encontrarla. La mujer, la luz, el árbol y la noche están en un cuadro de Joy Laville”.
Obviamente, era su pintora predilecta: “Joy Laville sabe ver, sabe recordar, sabe poner colores sobre una superficie plana, y tiene la rara virtud de poder participar en el pequeño mundo que la rodea. Es posible que si fuera daltónica y miope, sería de todas maneras mi pintora predilecta, pero, en este caso, sus cuadros no estarían colgados en mi habitación”.
Ibargüengoitia falleció en un accidente aéreo cerca de Madrid el 27 de noviembre de 1983. Según Lelia Driben, con la muerte de su marido, Joy –se había quedado en París– “pierde su brújula pero no su arte”. Al año regresó a México y se fue a vivir al campo, a Jiutepec, en las afueras de Cuernavaca.
En la citada entrevista con La Jornada, Laville habló de la influencia de México en su pintura: “El paisaje, los colores, muchas cosas, pero especialmente el paisaje”. Reconoció que los cambios han sido graduales, muy pequeños, casi nada: “Bueno, no descubrí, digamos, mi voz, como quise pintar, de inmediato. Poco a poco intenté muchas cosas y las deseché. Finalmente, encontré pintar como me gusta”.
Para Driben al ver en conjunto la producción de Joy “nos damos cuenta de que es una obra atemporal. Inserta en la modernidad, sin duda, es una obra atemporal y por lo tanto sus temas también son atemporales. Un jarrón con flores como único icono de la tela tiene la misma jerarquía que una figura o un grupo de figuras. Y la arena y el mar forjan espacios abiertos que parecen extenderse más allá del horizonte en calma y lleno de preguntas sin respuesta más allá de lo que se ve, más allá de esos espacios que hablan de sí mismos, que entregan la voz al vacío, a una naturaleza serena”.
Con información de La Jornada