Nueva York, 29 Nov (El País).- Broadway dice adiós a uno de sus mayores genios. El compositor y letrista Stephen Sondheim ha muerto a los 91 años en su casa de Roxbury, Connecticut, según han informado fuentes cercanas a la familia a The New York Times. La causa del repentino fallecimiento no ha trascendido, pero sí lo último que hizo Sondheim: celebrar la noche anterior con amigos la cena de Acción de Gracias.
Hombre de un gran talento musical y literario, firmó, a lo largo de una carrera que abarcó más de 60 años y comenzó cuando tenía 27 con West Side Story, algunas de las páginas más memorables del teatro de la segunda mitad del siglo XX. Heredero de la extraordinaria tradición de letristas estadounidenses, campeones de la inteligencia y la frase corta como Irving Berlin, Cole Porter o los hermanos Gerswhin, su trabajo contribuyó a dotar al musical de una nueva estatura intelectual. Entre sus creaciones más conocidas se cuentan Company (1970), Follies (1971) o Sweeney Todd (1979).
En un negocio tan dado a las parejas de autores, el suyo fue un extraño caso de sobresaliente compositor y letrista, profesión esta última en la que destacó en sus inicios, en la citada West Side Story (1957, con partitura de Leonard Bernstein) y en Gypsy (1959, junto a Jule Styne). Solo esas dos contribuciones le habrían valido, antes de cumplir los 30, un billete en primera a la inmortalidad.
La temática de sus obras desmintió una y otra vez el tópico que despacha el teatro musical como género menor, un entretenimiento leve en el que los actores se arrancan a cantar y bailar sin motivo alguno para que el rato pueda pasar cuanto antes. Sondheim trató con agudeza y arrojo las relaciones de pareja (Company, ahora mismo en cartel en el Teatro Soho Caixabank de Málaga, en la versión de Antonio Banderas), la engañosa memoria de la escena (Follies), la tradición del asesinato político en Estados Unidos (Assassins, en la que daba voz a magnicidas como John Wilkes Booth, asesino de Lincoln, o Lee Harvey Oswald, de Kennedy), el imperialismo yanqui en Asia (Pacific Overtures) y hasta la obra del pintor puntillista Georges Seurat (Sunday in the Park with George). “Sé que muchísima gente va a ver un musical para olvidar sus problemas y sentirse feliz. A mí no me interesa eso“, dijo en cierta ocasión. “No es que quiera hacer infeliz a nadie, pero tampoco me interesa no ahondar en los problemas de la vida, porque si no es de eso, no sé de qué escribiría”.
Su mentor fue otro grande, Oscar Hammerstein II, quien recibía en su casa de Nueva York al pequeño Sondheim, un niño cuyos padres estaban recién divorciados y eran vecinos del compositor de Oklahoma o South Pacific (siempre con Richard Rodgers). Las lecciones y la disciplina de Hammerstein, fallecido en 1960, fueron muy útiles para el muchacho, que pronto se despegaría del modelo clásico para lanzarse a una carrera en la que siempre antepuso la experimentación al éxito rápido y fácil. Raramente sus obras fueron éxitos de taquilla.
Pero sí tuvo una vida plena de reconocimientos. Con apenas 15 montajes a sus espaldas, logró un Oscar, ocho premios Tony, un Pulitzer, un Laurence Olivier y, en 2015, al final de la era Obama, la Medalla Presidencial de la Libertad. Un teatro lleva su nombre en Broadway y otro en Londres.
En lo personal, Sondheim sufrió por una infancia solitaria, y por una relación conflictiva con su madre, que le llegó a decir en una ocasión por carta que preferiría no haberlo tenido. Pese a que la mantuvo económicamente hasta el final, no asistió a su funeral. Un documental de la HBO, Six by Sondheim, hizo saber en 2013 a su legión de fieles que le gustaba escribir tumbado y que solo conoció el amor cumplidos los 60, con sus parejas Stephen Jones, primero, y Jeff Rommley, en los últimos tiempos. Fue esa la época en la que gozó de un mayor reconocimiento.
Su 90º cumpleaños, el 22 de marzo de 2020, tenía que haber sido una gozosa celebración de su talento. Pero el coronavirus también se llevó eso por delante. La fiesta acabó organizándose, y se emitió en directo el 26 de abril con todos los participantes reunidos virtualmente gracias a Zoom. A Sondheim le quedó al menos el consuelo de protagonizar uno de los acontecimientos culturales más memorables de aquellos primeros meses de ansiedad y confinamiento.
Musicalmente, fue también más lejos que sus contemporáneos. Jugaba con los compases, los ritmos y la longitud de los versos. Tal vez fuera consecuencia de su pasión por los puzles y los pasatiempos, una afición que plasmó en una serie de crípticos crucigramas que compuso a finales de los sesenta para la revista New York. Concebía las canciones como parte de un continuo, que solo adquirían sentido cuando estaban en el lugar y con la voz que Sondheim les había otorgado. Por eso, muy pocas de sus creaciones consiguieron tener una vida independiente, recicladas como piezas del repertorio jazzístico o como éxitos pop, fortuna de la que sí gozaron otros compositores más comerciales, como Andrew Lloyd Weber.
Lo más lejos que llegó en esa clase de trascendencia fue a lomos de la melancólica Send in The Clowns, popularizada en los años setenta por la cantante Judy Collins. Otra de sus canciones más tristes, la autobiográfica a su manera Finishing the Hat, le sirvió en 2010 para titular el primero de los dos espléndidos libros ilustrados que reunían sus letras, acompañadas, como indicaba el subtítulo, de “comentarios, principios, herejías, rencores, quejas y anécdotas”. Junto a Look, I Made a Hat, compone lo más parecido que dejó a una autobiografía.
Su presencia en el cine fue intermitente. Colaboró con el actor Anthony Perkins en el guion de El fin de Sheila, y trabajó en la extravagante Dick Tracy (1990), en Reds (Warren Beatty, 1981) y en Stavisky (Alain Resnais, 1974), basada en la historia real de un estafador en la Francia de los años treinta. Y aunque no participó en ella, Historia de un matrimonio (Noah Baumbach, 2019) descubrió su música a nuevos públicos en la voz de Adam Driver, que interpreta Being Alive, una de las piezas más emocionantes del musical Company.
Cuando en 2010 el teatro Henry Miller, situado entre Broadway y la Sexta Avenida, fue rebautizado con su nombre, el compositor se declaró “profundamente avergonzado”. En una muestra de su legendario perfeccionismo añadió que era porque siempre había odiado su apellido. “Simplemente, no suena musical”. Hoy, esas calles enmudecen en señal de luto.