Universitarias exploraron los significados de ser mujer, latinoamericana y feminista en entornos donde prolifera la violencia machista y cómo incluir la espiritualidad en la ecuación.
Las espiritualidades de la mujer latinoamericana han estado marcadas por la búsqueda personal de respuestas para entender cómo un fenómeno sistemático como los feminicidios se ha convertido en una amenaza permanente de la vida pública. Algunas de ellas han logrado conciliar las enseñanzas de la teología de la liberación con los feminismos para dar nuevos encauses a sus reflexiones.
Un grupo de estudiantes de diferentes instituciones del Sistema Universitario Jesuita (SUJ) aprovechó el Día Internacional de la Mujer para compartir sus experiencias como habitantes de países que asesinan por razones de género y donde ser mujer es, de facto, vivir en resistencia.
Lizbeth Pérez Alarcón, estudiante de Psicología de la Ibero Puebla, indicó que en todas las etapas de su vida ha existido el patriarcado, particularmente en modalidades que niegan las posibilidades de lo que puede hacer como mujer. “He sido educada socialmente para siempre rendirle cuentas a los hombres, a una autoridad intangible”.
Las consecuencias de cuestionar el orden establecido eran claras: aquella que se salía de los límites era castigada socialmente. La normalización de múltiples formas de agresión cotidiana da pie a un continuum de violencia que, en el peor de los casos, termina en feminicidio.
El epítome de ese sistema destructivo es el miedo, mismo que deriva en la articulación de múltiples mecanismos alternativos de protección comunitaria. “Avísame cuando llegues”, “llámame durante tu viaje en taxi”, “no me dejes sola”, se repiten unas a otras.
Vivir en países feminicidas es vivir con medio y culpa. Daniela Chica Portilla, estudiante de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali, cuestionó la forma en la que se representan los asesinatos de mujeres en los medios de comunicación: “las noticias nos quieren plantear una víctima perfecta, la que merece nuestro pesar. Cuando matan a una prostituta o a una mujer trans nos quieren decir que ella se lo buscó”.
Como en muchos otros países, en Colombia la violencia intrafamiliar ha crecido a niveles alarmantes durante la pandemia, lo que ha revelado una realidad azotadora: ningún espacio, ni público ni privado, les pertenece a ellas. La alumna refirió que el feminismo contribuye a creer que la construcción colectiva es posible y que la violencia no es culpa de las víctimas.
En Jalisco, durante el 2020 fueron asesinadas 266 mujeres; solo 54 casos fueron consignados como feminicidios. “Esto implica que nos nieguen nuestros derechos incluso estando muertas”, advirtió Ivanna Herrán Ballesteros, estudiante de Relaciones Internacionales del ITESO.
Como un estado de amplia tradición católica, los creyentes están llamados a seguir el modelo del Jesús histórico, quien atendió las necesidades de los marginados por encima de los señalamientos de sus contemporáneos. Una mirada interseccional, concluyó la joven, puede contribuir a visibilizar la importancia de que la lucha feminista sea acogida por todas las personas.
La situación no es mejor para El Salvador: el año pasado se registraron 120 feminicidios y 541 desapariciones de mujeres, los cuales están marcados por una alta tasa de impunidad. Además, se han contabilizado 120 amenazas a periodistas y múltiples ejercicios de la fuerza pública contra protestas feministas.
La apertura de espacios de diálogo y encuentro espiritual entre mujeres le ha permitido a Mónica Gómez Villanova, estudiante de Ingeniería Mecatrónica de la UCA, reconocerse a sí misma y demandar su propia paz. “Es importante repensar las instituciones [religiosas]. Crear espacios horizontales no permite que prevalezca la religión contada por hombres”.
En muchas ocasiones, lo que empieza como una charla cotidiana muta a una expresión catártica del miedo a morir de forma violenta. Han sido estas redes las que han permitido el diálogo de saberes en torno a la defensa personal y estrategias de seguridad. “Siempre vemos rostros de mujeres que han sido asesinadas por familiares. Es bastante preocupante que personas de nuestro entorno cercano podrían hacernos algo”.
Así reflexionó Hatsumi Otsu, estudiante de Ciencia Política de la Universidad Antonio Ruíz de Montoya, al tiempo que compartió el panorama de su natal Perú: 131 feminicidios en ocurridos 2020, de los cuales el 58.8% fueron cometidos por las parejas de las víctimas.
Sobre la posibilidad de conciliar el feminismo y la religión, Lizbeth Pérez retomó los principios de la teología de la liberación que reconocen las injusticias del mundo y asumen los conflictos que devienen del reclamo de mejores condiciones de vida. Esto, dice la doctrina, conlleva una preparación emocional, corporal, espiritual y relacional para enfrentar los conflictos de manera constructiva.
La espiritualidad en clave feminista, continuó la alumna de la Ibero Puebla, invita a pensar los conflictos como oportunidades para hacer frente a los fundamentalismos: “Diosa me invita a ser yo en toda mi plenitud. En este estado feminicida, ser yo misma necesariamente va a representar un rechazo. Un catolicismo que solo se narra desde los hombres no se puede sostener como verdadero”.
Las ponentes también reflexionaron sobre la importancia de cuestionar y señalar las prácticas culturales que perpetúan los círculos de violencia al exponer a las mujeres como accesorios de las narrativas varoniles. Para desmontar estas prácticas, llamaron a realizar ejercicios de autoconocimiento y desconfiguración progresiva a través del diálogo y el reconocimiento mutuo. “Lo más importante del feminismo es la capacidad de autocrítica, saber pedir perdón y avanzar”.