Si dijera que existe el infierno, lo viví en Nagasaki: Yasuaki Yamashita, sobreviviente de la bomba atómica

Después de aquel fatídico 9 de agosto, cuando el ejército estadounidense lanzó la segunda bomba de capacidad atómica sobre Nagasaki —tres días después de la caída del ‘Little Boy’ sobre Hiroshima—, la necesidad más imperiosa de los sobrevivientes como Yasuaki Yamashita era caminar diariamente a las afueras de la ciudad hasta los campos, para cambiar su dinero, ropa, joyas y otros bienes materiales por comida.

Transcurridos 75 años de aquel evento, Yasuaki recuerda las pesadas caminatas diarias, junto a su madre y sus hermanas, por el devastado centro de Nagasaki: “Lleno de polvo en donde antes había edificios y comercios, y con figuras de color negro —los llamados ‘negativos’ o ‘sombras nucleares’— marcando los sitios en donde, al momento de la detonación, existieron fugazmente personas.

“La gente caminaba como fantasmas. Si yo dijera que existe el infierno, yo lo vi aquellos días, sin embargo, no es suficiente esa palabra. No existe un modo para describir ese horror, esa desolación”.

Invitado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), a través de la revista Con-Temporánea, de la Dirección de Estudios Históricos (DEH), para ofrecer una charla virtual, el señor Yamashita, quien vivió en México desde los años 60 hasta los 90, y quien ahora, a sus 81 años de edad, fomenta la consciencia en contra de las armas de destrucción masiva y de la guerra en sí misma, rememoró cómo fue ese 9 de agosto y el modo como la sociedad nipona recobró, paulatinamente, su vida tras los impactos.

En la entrevista, realizada dentro de la campaña “Contigo en la Distancia”, de la Secretaría de Cultura, el investigador de la DEH, Sergio Hernández, hizo un primer apunte reconociendo que el lanzamiento de las dos bombas atómicas no solo fue trágico para Japón sino para la humanidad en su conjunto.

A mediados de 1945, agregó el historiador, el ejército alemán había presentado su rendición a los aliados e, incluso, en el frente asiático, Tokio ya había sido bombardeado y Okinawa estaba ocupada por Estados Unidos, es decir, el imperio japonés estaba exangüe. “Aun así, la bomba atómica fue lanzada para fulminar a una nación que de cualquier modo se aproximaba a la sumisión”.

Yasuaki, quien en 1945 tenía seis años y vivía en las afueras de Nagasaki, solía jugar a diario con otros niños en una montaña cercana a su casa. Ese día, no obstante, se quedó al lado de su madre; hecho que le salvó la vida, pues los dos niños que sí fueron a buscar insectos al monte, fallecieron a los pocos días debido al golpe directo del viento nuclear.

Sus tres hermanos mayores habían sido llamados al frente militar y su padre trabajaba en los astilleros de Nagasaki, por lo que, aquel 9 de agosto, fueron sus hermanas mayores y un vecino quienes —recordó— le dijeron a su madre que “un avión misterioso” sobrevolaba la ciudad.

Tras presenciar, cerca del mediodía, lo que describió como “una luz muy fuerte, como si fueran mil relámpagos al mismo tiempo”, la decisión de su madre fue ocultarse junto con Yasuaki y sus tres hermanas en el refugio familiar —un pozo circular cavado en su patio—, desde el cual sobrevivieron al impacto.

Diez minutos después salieron a la luz. Una de sus hermanas tenía cortadas en la cabeza y su vivienda estaba maltrecha, por ello, decidieron ir al refugio comunitario.

Ya en el albergue, ubicado en una de esas colinas donde solía jugar, observó el desolado paisaje de su ciudad natal: Nagasaki estaba incendiada y en el refugio, “donde todos los vecinos estábamos hambrientos, heridos y sin doctores, solo nos quedamos callados, observando las llamas desde la distancia”.

“No necesitamos armas nucleares”

Después de la guerra, los efectos de la radiación no solo fueron físicos —cáncer, osteoporosis, anemia, microcefalia en muchos recién nacidos y otros padecimientos que por décadas colmaron los hospitales de las dos ciudades— sino también sociales.

Hibakusha (persona bombardeada) era la palabra peyorativa con la que se referían a los sobrevivientes. Por el rumor de que eran contagiosos, los trabajos les eran negados, los círculos sociales se les cerraban y, a menudo, hombres y mujeres de otras prefecturas rehusaban casarse y tener hijos con los oriundos de Hiroshima y de Nagasaki.

Centenas de personas se fueron de la ciudad ocultando su origen. Incluso, relató, muchos hombres y mujeres jóvenes recurrieron al suicidio debido al rechazo social.

El propio Yasuaki, quien luego de trabajar en el hospital de Nagasaki, recién terminada su educación preparatoria, se trasladó a México para laborar durante los Juegos Olímpicos de 1968, ocultó ser un hibakusha durante los primeros 20 años de su estancia en nuestro país.

En los años 90, cuando el término comenzó a ser revalorado positivamente, instituciones educativas comenzaron a invitarlo como conferencista, labor que desde entonces ha desarrollado en México, Japón, Estados Unidos y otras geografías, con el fin de crear consciencia para que “nunca se repita lo que ocurrió en 1945”.

A pesar de que se han ganado muchos frentes, Yasuaki lamenta que hoy los nueve países que tienen armamento nuclear —Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia, China, India, Paquistán, Israel y Corea del Norte— estén alejándose peligrosamente de los acuerdos internacionales que buscan la desactivación de sus ojivas.

“A los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki no nos queda mucho tiempo. En promedio tenemos más de 80 años, por eso pedimos a los jóvenes levantar la voz y decir que no necesitamos armas nucleares, no las queremos”.

Yasuaki Yamashita concluyó su conversatorio virtual invitando a los jóvenes a reflexionar sobre el tema, a que hablen con su familia y luego con sus círculos más cercanos, sus vecinos y sus compañeros de escuela, acerca de la importancia de fomentar la paz y del entendimiento entre los seres humanos. “Una pequeña acción puede causar una gran ola en el mar. No dejen que les digan que no pueden lograr un cambio”, finalizó.

agosto 10, 2020 - 9:50 pm

Por: Staff

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