[Murió a los 73 años de edad en Roma en octubre de 1993, pero Federico Fellini, a sus 100 años, aún ronda entre los vivos por su obra cinematográfica. Su centenario natal se cumple este lunes 20 de enero…]
Es de sobra conocido que la exuberante, confesional y apabullante obra cinematográfica del gran artista italiano Federico Fellini provocó, incluso, la aparición de un adjetivo indiscutible del siglo xx: felliniano —si hemos de castellanizar del italiano— o fellinesco —fellinesque es una entrada en el Diccionario Collins del Inglés.
Cierto, son neologismos; pero también una manera de nombrar la imaginación desbordada, la poesía circense y funambulista, lo íntimo y lo confesional vuelto testamento público, la remembranza maravillada aunque melancólica de los años de infancia, lo increíble y lo fantástico que avanza a ritmo de marcha andante y triunfal, de vals jocoso.
Empero, sin apenas resultar notorio, el apellido Fellini es, asimismo, una sinonimia múltiple e inabarcable en sí mismo, referente al genio absoluto de lo fílmico, pues no enfrenta mayor rivalidad para ser considerado el más grande director de cine en la historia de la cinematografía de Italia —integrada por no pocos grandes nombres como De Sica, Rossellini, Antonioni, Pasolini, Scola, Leone, Bertolucci o Sorrentino, por nombrar apenas un puñado—, pero también de lo escrito mediante sus crónicas periodísticas; de lo bocetado y trazado a través de la ilustración y el cómic; de su oído absoluto para el habla popular como lo corroboran sus programas radiofónicos, o de sus guiños operísticos y teatrales, que demuestran una maestría polivalente.
Ahora que conmemoramos su centenario natalicio —vio la primera luz el 20 de enero de 1920 en Rimini—, quizá valdría la pena destacar, de entre su vasto universo creativo, la tardía pero poderosa atracción que tuvo por México y por las huellas de lo chamánico, y las tradiciones ocultas, mismas que intentó encontrar a través de un viaje realizado por nuestro país en el telúrico año de 1985 y que, desafortunadamente, no logró plasmar como una obra en celuloide, pero al menos sí como una crónica que devino en una historieta.
La elusiva filmación con un yaqui
Atraído, como buena parte del mundo occidental, por los relatos del antropólogo —graduado en la Universidad de California en Los Ángeles— y escritor peruano-estadounidense Carlos Castaneda (1925-1998) en torno a la figura y a los preceptos mágicos y alucinógenos del brujo yaqui don Juan Matus, es que Fellini se decidió a emprender un extenso viaje por la República Mexicana en octubre de 1985, tanto para entrevistarse con el autor, de ventas millonarias, como para introducirse en las tradiciones rituales prehispánicas.
El previsible desencuentro con el exitoso y elusivo divulgador de contradictorias doctrinas chamánicas, empero, no agotaría la visita. Al contrario, tras el abandono del afamado autor como guía, después de Sonora (la reserva del Pinacate), el realizador recorrió Chihuahua, San Luis Potosí (su desierto), la Ciudad de México (la urbe pero también los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl), Morelos (Tepoztlán) y la zona maya, especialmente su Riviera, donde quedó fascinado por la ciudad de Tulum.
El nombre no le resultaba ajeno. La cineasta mexicana Tiahoga Ruge, quien logró convertirse en asistente de Fellini entre 1969 y 1970 durante la filmación de La ciudad de las mujeres (La città delle donne, Italia-Francia, 1980), mientras estudiaba en la Escuela de Cine de Roma, le había hablado del antiguo puerto maya.
El realizador buscaba filmar una escena en una playa de arenas blanquísimas, cielos azules y aguas prístinas y turquesas —ella aparece en la escena realizada en los estudios Cinecittà: fue justo entonces cuando le mencionó la existencia de Tulum, en el Caribe mexicano, un lugar que se le quedó grabado en la memoria al italiano.
No sólo sería la inspiradora del futuro viaje a México, sino que Ruge ejecutó las gestiones necesarias para que Castaneda y Fellini, dos iconos de la cultura masiva, lograran reunirse en Italia y posteriormente formó parte de la comitiva que recorrió nuestro país. Años más tarde, la documentalista y medioambientalista, recrearía el fallido intento en Soñando con Tulum (México, 2011), en el que una periodista recrea el periplo del italiano y desentraña su oscura aventura mexicana.
Del cine al cómic
A pesar de la malograda experiencia con Castaneda, quien insistía en que la adaptación de su libro Las enseñanzas de Don Juan (The Teachings of Don Juan: A Yaqui Way of Knowledge, que salió a la luz en el revolucionario año de 1968 en California University Press, y en México con el Fondo de Cultura Económica) debía hacerse en Sonora —donde le fue revelada la sabiduría mística, mágica y sobrenatural del indígena yaqui, de acuerdo al libro— frente al deseo de utilizar los emblemáticos estudios de Cinecittà, en el oriente de Roma —que más que su centro de trabajo fue el ombligo de vida de Fellini, pues ahí filmó muchos de sus clásicos, contrajo nupcias e incluso se instaló su capilla ardiente a su muerte.
El cineasta, ya consagrado para entonces, decidió elaborar otro relato fílmico con la experiencia, si bien decidiría publicar sus notas y reflexiones a manera de guión —escrito junto con su coguionista de cabecera: Tullio Pinelli— por entregas en el diario milanés El Corriere della Sera, con el título de Viaggio a Tulum, da un soggetto di Federico Fellini, per un film da fare (Viaje a Tulum, argumento de Federico Fellini para una película aún por hacerse), entre el 18 y el 26 de mayo de 1986, en que se presumía que “por vez primera el gran director ofrecía el adelanto de una película suya antes de filmarla”.
Ya en el mismo texto, Fellini expresaba su deseo de que la aventura —que si bien había recreado libremente había sucedido en verdad— fuera llevada al relato gráfico por el artista Milo Manara (Luson, 1945) —a quien ya había encargado los carteles de sus dos cintas postreras Entrevista (Intervista, Italia-Francia, 1987) y La voz de la luna (La voce della luna, Italia-Francia, 1990)—, con el nombre ya abreviado de Viaje a Tulum, y fue publicado también por entregas, desde julio de 1989 en la revista Corto Maltese, creada por Hugo Pratt y posteriormente por Rizzolli y por Edizioni del Grifo (en España fue publicado en castellano por Norma Editorial en abril de 2000).
Bocetos en Coyoacán
Con el fino trazo característico del historietista, entre realista e imaginativo, con altas dosis de erotomanía, aparecen las peripecias de Snaporaz (un rejuvenecido Marcello Mastroianni en su eterno rol de alter ego de un Fellini con el mismo personaje de La ciudad de las mujeres, acompañado de una Elena muy similar a la del filme referido), un actor que, en representación del director de cine acude a Los Ángeles para anunciar, con bombo y platillo, la realización de la imposible película y “que marcha en torno a una misteriosa y extraordinaria aventura en el pavoroso mundo de los brujos mexicanos”, como explica el propio Fellini, salpimentado de tradiciones ancestrales de toltecas y mayas, con esoterismo a la Lobsang Rampa —con viajes astrales y cordones de plata— en un mundo de fantasía y filigranas del todo lejano al gran arte maya.
Este viaje a Cancún le hará afrontar pruebas insólitas e incluso irracionales, como no comer, nadar desnudo entre peces venenosos o comunicarse con brujos, nahuales y videntes en un proyecto que será cancelado por un telefonema del propio Fellini, dada su incierta conclusión y armado, pero que evita tener un final al rematar con la escena de un avión hundido en un lago de Cinecittà que levanta el vuelo, en una referencia muy clara al otro guión que Fellini jamás filmó —seguramente el más famoso en la historia del cine—: El viaje de G. Mastorna (Il viaggio di G. Mastorna, 1965-66), que el cineasta y su productor Dino de Laurentis consideraban de mal agüero —pues el violonchelista que le da título en realidad se encuentra muerto tras un aterrizaje forzoso—, lo que acabó por separar su sociedad productiva debido a sus respectivas supersticiones.
Lo cierto es que fuera del medio cinematográfico, en el que Fellini nos legó 20 largometrajes y tres cortometrajes, esta novela gráfica inspirada en la Riviera Maya resulta un muy interesante ejercicio estilístico y de absoluto rigor creativo —el propio director colaboró en la definición de las imágenes, los encuadres y los emplazamientos, logrando un argumento lejano del guión original—, pero además nos revela gran parte de su biografía, de sus temas, de sus obsesiones, de su genial imaginería.
Su importancia es tal que, a fines de 2010, los bocetos de Fellini y las ilustraciones de Manara fueron exhibidos en el Instituto Italiano de Cultura, en Coyoacán, dado que fue la única obra del cineasta que concibió fuera de su país de origen, un hecho significativo viniendo de un artista que se negó reiteradamente a emigrar a Hollywood.
Vuelta al origen
Esta historieta remite, indudablemente, a los orígenes de don Federico, no sólo porque la paradisiaca playa de Tulum seguramente le hizo sentir en casa —fue originario de Rimini, la ciudad balnearia más importante de Italia, en la costa adriática—, sino porque en sus orígenes laborales el dibujo fue su medio de sustento, ora realizando retratos de estrellas cinematográficas para las carteleras del Cinema Fulgor y luego publicando cartones en el semanario Ill 420 y L’avventuroso, en Florencia, pero sobre todo porque cuando el régimen fascista de Mussolini prohibió la importación de historietas norteamericanas, Fellini acabó por encargarse de escribir varios números de un título que siempre le atrajo: Flash Gordon —y que en Viaje a Tulum cita junto con Mandrake, en la escena en que realizan un vuelo astral, cuando Snaporaz confiesa que de pequeño envidiaba a dichos héroes—, en los años treinta.
Además, encontramos guiños al resto de su obra: una alegre banda de viento con niños mayas y una marimba que mueven al baile, a gozo y llama al asalto a los recuerdos infantiles, tal y como ocurre en el final de 8 ½ (Italia-Francia, 1963), en que una gran banda enmarca la marcha gozosa de las personas que desfilaron por la vida del cineasta Guido Anselmi (Mastroianni, evidentemente).
También se describirá una conferencia de prensa con bufet y coctel masivos, repleta de periodistas y fotógrafos, tal y como ocurre en La dulce vida (La dolce vita, Italia, 1960), en la que además de perseguir las andanzas de un periodista de información rosa, que se desarrolla entre la burguesía y las celebridades, Marcello Rubini (Mastroianni), sino que con su personaje de fotógrafo de las estrellas, Paparazzo (Walter Santesso), bautizó a esta especialidad de la profesión en todo el mundo —un apodo que proviene de la palabra italiana pappataci, una clase de mosquito mediterráneo— y que será un leit motiv que aborde a lo largo de su carrera, pues la del periodismo fue una profesión que quiso ejercer originalmente al mudarse a Roma y no al derecho, especialidad de la que cursó estudios.
Incluso, las referencias al oficio reaparecen mediante el equipo de japoneses que le interrogarán a él y a sus colaboradores cercanos so pretexto del cincuentenario de los estudios Cinecittà en otra cinta autorreferencial, Entrevista, como pretexto para se disparan su nostalgia y sus pininos en la prensa, lo que incluye la entrañable aparición de una Anita Eckberg ya envejecida que observa con curiosidad su desempeño como la despampanante Sylvia en La dulce vida.
Homenajes previos al siglo
Aunque la gran carrera de Fellini se inició a partir de su colaboración con Roberto Rossellini en el guión de Roma, ciudad abierta (Roma città aperta, Italia, 1945), filme inaugural del gran movimiento cinematográfico de posguerra, el Neorrealismo Italiano, en una ciudad aún en ruinas, sobre los partisanos que resistieron al fascismo e incluso a los nazis, ya como director fue estableciendo cada vez mayor distancia de dicha estética, lo que resulta notorio ya desde sus películas en solitario, El sheik blanco (Lo sceicco bianco, Italia, 1952), sobre unos recién casados que sucumben ante las tentaciones de la gran urbe romana, incluido el galán de la fotonovela que da título a la obra o en Los inútiles (I vitelloni, Italia, 1953), sobre lo improductivo de la vida juvenil en un pueblito provinciano que muy vívidamente refleja la situación del propio director en Rimini.
De hecho, el dialecto de su región natal, Emilia-Romaña, aparece no sólo en el bautizo de Paparazzo, sino en otra de sus cintas emblemáticas en torno a sus memorias infantiles y juveniles, Amarcord (Italia-Francia, 1983), surge de la expresión m’arcòrd (“yo me acuerdo”), para establecer una serie de viñetas sobre aquella ciudad y el arribo de las camisas negras y de la persecución fascista.
La sucesión de homenajes y de retrospectivas que ocurrirán este año fueron previéndose en los años pasados. En el Festival Internacional de Cine de Cannes, definitivamente su festival favorito, en el que ganó la Palma de Oro en 1960 por La dulce vida, en su edición décimo tercera, le rindió homenaje hace seis años, pues el cartel oficial de su edición sexagésima séptima, empleaba el rostro de Mastroianni en una escena de 8 ½, como gran homenaje a uno de sus directores favoritos.
Igual adelanto realizó el año pasado el Instituto Luce Cinecittà, al presentar en su septuagésima sexta edición del Festival Internacional de Cine de Venecia, la popular Mostra, el proyecto Federico Fellini in frames, en el que a diario se exhibieron 18 fragmentos o “píldoras”, extraídas de la obra del autor para sentirse mejor, como si de un tratamiento médico-cinéfilo se tratase. Aunque el autor ganó consecutivamente el León de Plata a Mejor Director con Los inútiles, en 1953, y con La strada (Italia, 1954), al año siguiente, el frío recibimiento de la crítica a Almas sin conciencia (Il Bidone, Italia, 1955), le hizo preferir la Riviera francesa.
Favorito de Hollywood y del mundo
Si hemos de atender a la creación de la categoría a Mejor Película en lengua no inglesa que entrega la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos, no cabe duda que Fellini se alza como el director más reconocido de Hollywood al obtener cuatro premios Oscar por La strada, en 1956 y al año siguiente por Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, Italia-Francia, 1957); luego por 8 ½, en 1963 y, finalmente, en 1974, por Amacord, además del premio honorario con motivo de su trayectoria general, en 1993. Aún así, el italiano jamás dejó de filmar en su país natal ni en los grandes estudios romanos de la Ciudad del Cine, que es así como se traduce Cinecittà. Un símbolo mundial, es más, un sinónimo de las artes que el cine puede lograr, del impulso y la necesidad irrestricta del autor por lograr una irrefrenable expresión personal, individual, pero colectiva, pero para el gran público, pero que nos resulta común a todos.
Y que, en estos momentos en que se levanta una áspera y frecuentemente estéril discusión en torno a las salas cinematográficas, las plataformas en línea y la televisión, su gran disputa contra la televisión comercial permanece vigente, tal y como ocurrió luego de estrenar la entrañable Ginger y Fred (Ginger e Fred, Italia-Francia-Alemania Occidental, 1986), sobre una pareja ya retirada, Amelia (su esposa y su primera gran intérprete, Giulietta Masina) y Pippo (ningún otro que Mastroianni), se reencuentran en un programa televisivo, cuyo propietario intenta hacerse del control del Estado —una profecía que en 1994 confirmaría la llegada de Silvio Berlusconi al poder—, mediante una oscura trama masónica y la degradación total del espectáculo televisivo, que sería la cinta de apertura del trigésimo sexto Festival Internacional de Cine de Berlín, la Berlinale, en febrero de 1986.
En una entrevista con el semanario Europeo, del 7 de diciembre de 1985, Fellini denunciaría el daño que la degradada televisión de la época, a la que no consideraba un medio de expresión sino apenas de difusión, hacía con el público masivo, no sólo por mutilar y alterar las películas con la continua emisión de anuncios, lo que afectaba la autoría y la obra misma, pues reducían al espectador a un “cretino impaciente” y al público a un vasto auditorio “de analfabetos”.
En este centenario no queda, entonces, sino cultivarnos con la obra poderosa y única del gran maestro que solía escribir sus guiones del día por la mañana para arribar al foro a crear ahí, en directo, las geniales escenas con las que armaba sus largometrajes, a escuchar la música romántica y repleta de temas pegajosos de su gran colaborador, el compositor Nino Rota (Milán, 1911-Roma, 1979) y, en fin, vivir el cine tal y como él trazó la ruta: como el único medio en que los sueños pueden plasmarse: “Hablar de sueños es como hablar de películas, ya que el cine utiliza el lenguaje de los sueños; los años pueden pasar en segundos y se puede saltar de un lugar a otro. Es un lenguaje hecho de imagen. Y en el verdadero cine, cada objeto y cada luz significa algo como en un sueño”.
Habrá que soñar con sus películas para conmemorar su centenario.
Por Sergio Raúl López