Hubo una vez un gobierno que había creado una súper secretaría llamada El Partido. En ese partido todo mundo se decía licenciado. Licenciado por aquí, licenciado por allá. Todos eran licenciados. Todos es todos. La mayor parte de esta caterva había estudiado en alguna escuela o facultad de Derecho.
Esa súper secretaría era resguardada por madrinas o policías judiciales que enviaba la Procuraduría de Justicia. Andaban armados y terminaban no sólo de valet parking, lavando los carros y resguardando el local que les encargaron, a veces, incluso, hacían las compras de las esposas de los liderazos de El Partido.
La Secretaría de Finanzas enviaba un recurso especial (de manera totalmente discrecional) para la subsistencia de todos sus trabajadores. Al delegado del CEN lo enviaban al hotel más lujoso, de preferencia que tuviera alberca y gimnasio. Las putas, también, eran cortesía de Finanzas. Si el delegado se le antojaba viaje o vieja tenía no sólo el dinero de su salario sino una partida especial que el gobernador le destinaba.
Los delegados por lo regular eran pequeños virreyes mal hablados y mal portados que presumían sus relaciones con casi todos los gobernadores del país, con casi todos los senadores y a veces hasta mencionaban por su nombre de pila al Presidente de la República. Eran pequeños semidioses que acosaban a sus secretarias y como era natural se sentían como Mauricio Garcés en Don Juan 67.
En ese Partido tenían como práctica usar la tambora, la matraca y el confeti cada que destapaban al sucesor en el gobierno. También recurrieron a la despensa del pobre: huevo sucio, arroz quebrado y aceite barato. La torta y el frutsi era para los que siempre votaban con la promesa de que ahora sí iban a mejorar.
En los destapes del candidato a sucesor a nivel nacional y local, el encargado de revelar el secreto del oráculo era el líder obrero. E inmediatamente iniciaba un ritual que se repetía cada seis años: empresarios, dirigentes sindicales, magisteriales, ambulantes, transportistas, campesinos, organizaciones, asociaciones civiles, locutores, periodistas y hasta la Sonora Santanera se sumaban a una cosa llamada La Cargada.
Y si alguien quería vivir del presupuesto tenía que replicar lo que se decía en El Partido. La oposición jugaba a ser crítica, pero siempre, al final del día era premiada con obra pública, contratos millonarios y concesiones. Entre más crítica, más alta la tarifa, y en algunos casos, los más radicales, se quedaban solo a rumiar sus odios.
El Partido era el centro. Era el Sol. Era donde salían los cuadros para dirigir cualquier área: gobiernos federal, estatal, municipal y hasta las rancherías. Todo era el Partido y el Partido lo era todo. El gobernador era un rey feudal que solo se inclinaba ante el presidente. Un cacicazgo o un califato, como lo quieran llamar.
Pues bien, ese partido ahora está en cenizas, nada de lo que se relató líneas arriba tiene. Carece de poder, carece de credibilidad y lo más importante: no tienen dinero.
En la elección extraordinaria que enfrentamos, quién sabe qué haya dicho Alberto Jiménez Merino. Es más, ¿alguien sabe qué hizo ayer por la mañana?, qué dijo o con quién se reunió. Si camina un día por el zócalo de Puebla, solo los viejos lo saludarán y de lejos, muchos jóvenes, incluso treintañeros, lo verán como ven a cualquier persona, si alguien se le acerca será para venderle algo o para que firme un tema de Unicef o Green Peace.
El PRI nada tiene que hacer en esta elección, la lucha es al interior de Morena, en este momento, Cárdenas que no es un buen candidato, pero al menos jala los reflectores y ahí en el fondo, en un rincón aparece el PRI, como un pordiosero que solo es parte de una escenografía, pero que ya no aporta nada.
Y si algo aporta sólo es para recordarle que el góber precioso ensucia sus campañas.
No cabe duda que después del poder absoluto sobreviene el vacío absoluto.
Foto: Es Imagen / Jesús Alvarado
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