A unos cuantos días de que los mexicanos tengamos una crucial cita con las urnas en la elección más grande e importante de la historia moderna de México, flotan en el ambiente nuevas incertidumbres en torno a la conclusión de este proceso.
Para derrotar la época de la hegemonía de un solo partido, en que el elemento incertidumbre, sustancial en las democracias liberales modernas – a saber, que ningún contendiente supiera, a ciencia cierta, quién resultaría ganador en cada elección- no estaba presente en los intentos de la democracia mexicana, y bastaba con ser candidato del partido hegemónico para empezar a preparar planes de gobierno, organizar equipos de trabajo y definir estrategias, la lucha mexicana de los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI fue construir un modelo en el que la incertidumbre en el resultado fuera la calve para evaluar la calidad del sistema.
La construcción institucional de la democracia mexicana se basó en el diseño de reglas, cada vez más complejas –a veces absurdas- que limitaran la posibilidad de que el partido en el poder, el grupo gobernante, pudiera tener la seguridad de obtener el triunfo en el proceso electoral siguiente.
Tuvimos que regular el uso del dinero en los procesos electorales y definir reglas que impidieran el uso de los presupuestos públicos para fines electorales; fue necesario regular y sancionar el uso de programas sociales para fines electorales; se construyó una enorme y eficiente institución que permitiera la ciudadanización de las autoridades electorales para construir escenarios en los que fueran realidad los principios constitucionales rectores de la función electoral: legalidad, imparcialidad, certeza, objetividad.
Gracias a ese enorme esfuerzo nacional la incertidumbre del resultado de cada elección es hoy una realidad presente en cada proceso. Las frecuentes disonancias entre encuestas y resultados son una claro ejemplo de esta nueva realidad. La alternancia en los gobiernos de todos los niveles (municipal, estatal y federal) muestran que ningún grupo gobernante puede confiar en que ganará la siguiente elección.
Esa es la lógica que inspira el modelo mexicano. Gracias a la incertidumbre en los resultados y a la alternancia, los mecanismos de rendición de cuentas y de transparencia en el ejercicio del gasto público pueden funcionar.
Hasta pocas semanas antes del inicio del proceso electoral los análisis políticos y electorales anunciaban el fin de la incertidumbre. Prácticamente se garantizaba que Morena y sus aliados conservarían la mayoría calificada en la Cámara de Diputados y conquistarían la mayoría de las gubernaturas en juego, así como los congresos locales y los Ayuntamientos.
La campaña electoral sirvió para lo que debe servir y hoy los analistas ven un escenario totalmente nuevo en el que la coalición opositora está en condiciones de arrebatarle la mayoría simple a Morena en la Cámara de Diputados y de ganar muchas más gubernaturas y cargos locales de los presupuestados.
Sin embargo, hoy vivimos una nueva amenaza para la democracia mexicana: la intención del presidente y de sus cuadros legislativos de convocar a un periodo extraordinario de sesiones para aprobar una nueva Reforma Electoral cuyo objetivo central es la destrucción del Instituto Nacional Electoral.
La amenaza de Morena significa que están dispuestos a sumir al país en la total incertidumbre. Están dispuestos a destruir instituciones que llevaron muchos años y cuantiosos recursos construir y en las que confía la mayoría del pueblo de México.
Esta amenaza se vuelve creíble cuando escuchamos un día sí y otro también, al presidente López Obrador y a Mario Delgado fustigando al INE y a los consejeros.
Cuando me pregunto porqué un presidente que construyó su triunfo electoral sobre la institucionalidad del INE y la aplicación de las reglas, pretende destruirlo, sólo encuentro una respuesta: Andrés Manuel López Obrador está convencido de que no ganó la elección gracias a los millones de votos que emitieron los ciudadanos y que fueron contados y cuidados por ciudadanos. López Obrador está convencido de que ganó su elección a pesar de los millones de ciudadanos que organizaron el proceso; que ganó la elección porque México tuvo miedo de negarle el triunfo; que ganó la elección por perseverante y por haber acumulado muchísimo poder.
Andrés Manuel López Obrador no necesita el INE, al contrario, le estorba porque garantiza incertidumbre en los resultados. López Obrador quiere la certeza de que él ganará todas las elecciones en que participe su proyecto, aunque suma a México en la más alta incertidumbre democrática.
Contra esa visión de México, en nuestra alianza electoral estamos llamando al pueblo de México a la defensa de la incertidumbre democrática para garantizar la certidumbre como valor social y de sobrevivencia nacional.
Foto: Es Imagen /Archivo
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