Este país está dividido, no es una conclusión difícil de alcanzar, ni se requiere ser encuestador, sociólogo, antropólogo o historiador para saber que el país sobrevive en medio de la polarización.
La división no es nueva solo ha cambiado la connotación y el contexto. México lleva siglos profundamente dividido.
En principio fue entre indígenas y españoles, después se incorporaron a la ecuación los mestizos y los criollos. El origen y la raza determinaron la primera gran división en esta tierra. Y así transcurrieron 300 años de conquista.
Llegó la independencia y hubo una nueva fractura, ahora entre liberales y conservadores. Fueron divisiones ideológicas en las que se confrontaron intereses que, a falta de partidos y de un sistema político institucionalizado, provocaron inestabilidad por las luchas entre los que estaban a favor de un Estado confesional y quienes estaban a favor de un Estado laico. Esa división facilitó que se instalara el porfiriato, un régimen dictatorial que duró más de 3 décadas.
Luego vino la Revolución Mexicana de principios del siglo XX. Una revolución social que en realidad comenzó como consecuencia de una lucha entre élites: los intereses de los ricos del norte del país en contra de una nueva élite que creció en la Ciudad de México al cobijo del porfiriato. Esa fue una guerra financiada por intereses económicos en el marco de una supuesta lucha por más democracia.
La segunda etapa de la revolución mexicana incorpora los intereses de campesinos y trabajadores. Se convierte en una guerra de caudillos que buscaban reivindicar los derechos de las clases sociales más desprotegidas en contra de los dueños del dinero, entre ellos los hacendados y los industriales que no reconocían derechos a sus trabajadores. Después de años de inestabilidad y luchas por el poder, la consecuencia de la revolución fue 70 años de “dictablanda” priista.
Luego vino la transición a la democracia y la alternancia. El triunfo electoral de Vicente Fox marcaba el inicio de una nueva etapa en el sistema político mexicano que reconocía la pluralidad de la sociedad y el derecho de todas las fuerzas políticas a competir y acceder al poder. Fueron 18 años de alternancia democrática en la que la desigualdad social creció y también crecieron la indignación y el odio, sentimientos que fueron manipulados por un líder de poca monta pero mucha lengua.
Hoy estamos más divididos que nunca o al menos tan divididos como en los tiempos en que se instauraron todos los regímenes autoritarios de nuestra historia.
Ni durante la colonia, ni en la independencia, ni en el porfiriato, ni en 70 años de dicatablanda priista, ni en 18 años de alternancia democrática, el país atendió el problema de origen; la profunda división histórica que nos ha definido como nación. Y lo peor, ninguna de las causas de las divisiones ha quedado superada, todas continúan vigentes en alguna medida.
El supuesto nuevo régimen que nace con el triunfo de Morena alienta y se alimenta de la división y el encono. La historia nos ha enseñado que los regímenes autoritarios del pasado fueron beneficiarios directos de la polarización. La consecuencia entonces será la de un nuevo régimen con el mismo rostro autoritario al que estamos acostumbrados los mexicanos, tristemente acostumbrados.
Por eso me atrevo a preguntarte a ti que me lees ¿Qué pasaría si en esta generación de mexicanos optamos por unirnos? ¿Qué puede ocurrir si eliminamos la idea de que un mexicano es enemigo de otro mexicano? ¿Nos iría mejor si destruimos la ficción del pueblo confrontado contra el no pueblo? Yo creo que sí.
Pretextos para pelear hay muchos. Cada generación de mexicanos ha encontrado buenas razones para dividirse y eso nos ha conducido por caminos indeseables como nación. Hagamos un alto y reflexionemos.
Ilustración: Alejandro Medina
Columnistas, Noticias Destacadas